Colónida, núms. 2 y 3. 1916.
LA HORA UNDÉCIMA DEL SEÑOR
DON VENTURA GARCÍA CALDERÓN
Alrededor del año mil novecientos siete, publicó don Ventura García Calderón un libro, y quedó de modo oficial incorporado a la literatura. “Frívolamente”, ese primer libro, aunque no siempre llega al plagio, siempre se queda en la imitación. Ya es “el Cementerio de los perros”, casi todo tomado de Willy; ya son las cartas de Santa Teresa, donde hay un batiburrillo de Gauthier, Merimée, Gómez Carrillo y Mendés.
Después de este libro, apareció el segundo de tan discutible autor: era una tentativa de historia crítica y de catalogación. “Del romanticismo al modernismo” se titula tal obra. Todo lo que en ella se contiene estaba dicho por Menéndez y Pelayo, Gonzales de la Rosa, La Biblioteca Internacional de Obras Famosas y el señor doctor don José de la Riva Agüero y Osma. Y no vale la pena acometer una obra de esas, cuando se va a hacer simples trabajos de compilación. Para eso, basta un amanuense. Nada nuevo, nada valioso, nada original nos dio el señor García Calderón en ese libro. No hizo ni siquiera antología. Que si esto hace, se hubiera salvado en nombre de un eminente criterio de selección.
Luego tuvimos “Dolorosa y desnuda realidad”, libro de cuentos. La misma historia de hace cinco años. Sin citar a Manuel Díaz Rodríguez, a Clemente Palma, a Rufino Blanco Bombona, a Abraham Valdelomar y a algunos otros máximos cultivadores del cuento en América, debemos decirle al señor García Calderón que nadie tiene derecho para mortificar al intelectual, al simple lector, al hombre curioso y un periodista, con libros comentadores de vejeces, con libros en los cuales no hay sino parisianismo barato, historias de faubourg, champaña de Moulin Rouge y humo del Quartier. Y a veces ni eso, sino vulgares aspectos de amor, de dolor y de placer. No será por culpa del señor García Calderón que el cerebro o los nervios de hombre alguno adquieran algún desusado valor vibratorio.
Precedido de tan pobres heraldos, hoy aparece el señor don Ventura García Calderón Rey con un libro cuyo título dice, pomposo: “La Literatura Peruana”. Y luego un paréntesis que es la cosa más reveladora y risueña: “(15351914)”. El libro –llámese así– tiene noventa páginas. Y es la historia literaria de un país en trescientos sesenta y nueve años de vida. A cada año le corresponden menos de tres décimos de página, es decir, menos de doce renglones, pues treinta y cuatro renglones tiene cada página, promediadamente. Esto es lo que en limeño hablar se llama candelejonada. Cítese, por orden alfabético o cronológico a los autores con sus libros y su fecha de nacimiento y muerte, y fecha de publicación de obras, y será posible llenar doscientas páginas. Teniendo en resultado un apreciable diccionario de la literatura peruana o un buen catálogo de biblioteca nacionalista.
Y como el señor García Calderón escribe desde Europa –cuenta que vivimos en continente de rascacueros – y es empleado del Gobierno del Perú y colabora en revistas escritas en francés, cualesquiera que ellas sean, existe el temor de que América y el Perú tengan por cierta la palabra de este autor de tantos libros abominables. Sólo por esto me he resuelto a pergeñar este artículo rectificatorio. Vuelvo por los fueros de mi patria, de su tradición literaria, de mis maestros de ayer, de mis camaradas de hoy, y del nombre de todos en la posteridad. No es justo que cualquiera venga a decir vulgaridades e insidias. No es noble que haya quien abuse de nuestra indolencia. No es intelectual que siendo el Perú el país que hoy vale más en América, si se le considera como nación productora de inteligencia, esté sometido –por nuestra holgazanería o nuestra mal entendida soberbia– a ser mirado a través del espejo convexo o cóncavo –deformador siempre– del primer audaz o del mejor embustero.
Porque el señor García Calderón representa en París los intereses –intereses digo– de determinado grupo literario que hay en Lima, su palabra carece de imparcialidad. Y esto sería bastante, aunque el señor García Calderón tuviese talento. Y porque el señor García Calderón está enyugado por las conveniencias de su círculo, su palabra carece de libertad, y así, aunque su criterio quiera ser justo, su conveniencia le cohíbe a serlo. Para ser juez hay que ser solitario y rebelde, y sin embargo, desdeñoso y humilde; no es concebible un juez a quien su gobierno emplea, un juez vinculado a mil ambiciones y a diez mil intereses. El champaña del Club Nacional y la justicia literaria, el tango en el Casino de Chorrillos y la independencia moral para decir verdades son cosas y hechos perfectamente incompatibles.
Tanta desigualdad y tanto error se agravan al ver que ni siquiera ha sido apto el señor García Calderón para investir de estilo y gracia armónica al pensamiento ajeno, al yerro propio y al convencionalismo creado. Su estilo no tiene ni las pompas millonarias del viejo cervantismo, ni la amplificación llena de boato que supo cautelar, ni la fina y sutil ronda de melodías que en Francia es de todos, ni la sobriedad robusta y dura del pensador que sólo trabaja en mármoles. Ese estilo es la concreción abigarrada de todos los lugares comunes del modernismo. Nos hemos librado del proceloso piélago, del ardiente frenesí, del corazón de roca, de la nave del estado y de todas las antiguallas románticas, para caer en la vida intensa, el contento de vivir, la alta elegancia espiritual, la edad galante, el cínico abandono y otras mil zarandajas que el modernismo nos ha regalado. A vuelta de recriminaciones, hay que declarar al señor García Calderón incapaz de novaciones y flamantes hallazgos; la originalidad y fuerza del decir no tienen más origen que la fuerza y originalidad del pensar. Y quien, como el señor don Ventura, piensa igual a todos, igual a todos ha de decir.
“La Literatura Peruana” se titula el libro, y en su primer párrafo se contienen estos renglones: “en el Perú, más que literatura hubo literatos”; y, dos líneas más abajo: “preferiremos, pues, a la historia de corrientes literarias el orden cronológico de un paseo entre libros”. Ya se ve que el señor García Calderón sabe poner títulos y ser lógico. Quedamos en que “La Literatura Peruana” no es la historia de la literatura peruana, sino “un paseo entre libros”. Cronológicamente y en noventa páginas. Poco menos que un catálogo.
En la página seis encontramos: “limeña fue exclusivamente la literatura peruana, y Lima no es el Perú: algunos dicen que es lo contrario del Perú”. Y diga el señor García Calderón, ¿por qué no tituló su mamotreto: “la literatura limeña”? Después de despotricar diciendo lo ya dicho, no hay razón a ocuparse de Garcilaso, del Lunarejo, de Concolorcorvo, de José Santos Chocano, todos hijos del Perú y no de Lima.
Quien literatura peruana pretende hacer, obligado está a inquirir en el alma de nuestros más remotos ancestrales. Y esos no son los marquesitos putrefactos y esmirriados y las tapadas niñascholescas del coloniaje. Debe subir el espíritu hasta los remotos milenios de los megalitos incaicos. Debe escudriñar en la tradición, oír de boca del pueblo la rapsodia que, desde la boca de lejanísimo ancestral, viene hoy al último retoño de una raza que entre frío y alcohol aún pimpollece. La Biblia y la Ilíada no son sino la compilación genial y divina de la inquietud espiritual que dos pueblos derramaron en consejas. Cuando el señor García Calderón vaya hasta el más helado y agreste rincón andino y escuche de labios del aborigen una y mil leyendas, verá que hay diferencia entre la literatura peruana, honda, triste, fuerte y sobria, y la literatura colonial hecha por frailes, tahúres y andróginos.
Pero el señor García Calderón sería inepto para instruir y fallar en literatura que fuese más medulosa que la colonial. Por eso en su libro “La Literatura Peruana”, el único capítulo donde hay algo de donaire, de sincera picardía, de buen sentido galante y cínico, es en el referente a la Colonia. Se ve que el señor García Calderón aún es colono de España. No tiene una sola característica de republicano, de hombre libre, de ser político operante dentro de las normas activas de la nacionalidad. Que si así fuera, y amara el señor don Ventura las solicitaciones tradicionales de su patria, sabría que en aquellos lustros lueñes y suntuosos del Imperio, hubo un General Ollanta, enamorado y aventurero, que llenó el alma popular con el suceso risueño y terrible de un imperial amor que costó sangre. Y sabría el señor don Ventura que el recuerdo de aquel Ollanta, dominador y galán, aún vive en la herencia espiritual de la raza, y puede constituir el principio de un maravilloso folclore, exuberante de floridas rapsodias heroicas.
Pero ello es que al señor García Calderón le interesan más los frailes de la Colonia, escribiendo loas a la pirotecnia de los festivales religiosos, y los poetas cortesanos y lacayunos hinojados ante el más ridículo gesto virreinal. Y no hay que negar que la frívola picardía y la sensualidad más o menos simulada de aquellos años hallan en el señor García Calderón a un comprensivo. Cómo no si en toda nuestra época de servidumbre nada tuvimos de intenso, de amplio o de alto. El señor García Calderón, al sumergirse en el lago de la Colonia, está tristemente sometido al principio de Arquímedes. Si su espíritu fuera otro, Newton lo regiría; pero para eso es urgente usar de altura y de lejanía y que la masa de uno sea igual a la de lo visto o evocado. Y bien sabemos que la razón directa no puede existir entre don Ventura y la enormidad de nuestra infancia imperial o entre el mismo don Ventura y el grandor tumultuoso de nuestra orgiástica juventud republicana. La república y el imperio están lejos de nuestros escritores chirles. La Colonia, insulsamente fornicadora, baratera y grandulesca, está cerca de esas almas de tela de araña. Y en literatura, la época atrae al escritor en razón directa de la inmensidad y del cuadrado de las distancias dado que existe la inmensidad. ¿Veis como don Ventura no puede estar sometido a la atracción con los incas o con los caudillos y sí a la atracción con los curas y las beatas?
Tan reñido está don Ventura con todo lo enorme y tan carente vive del sentido de patria, que, después de marcar a Olavide, ese llorón demagógico, católico teatralmente reformador, pasa de frente a Melgar y a la época republicana, sin preocuparse del grande y sonoro don José Joaquín de Olmedo. Ni siquiera cita al autor de “El canto a Junín”. Llega a afirmar que nos falta una “Araucana”. ¿Cree el señor García Calderón que “El canto a Junín” no es bronca y candentemente épico? ¿O cree que Olmedo no es peruano? Ya don José de la Riva Agüero, en bello arranque de leal nacionalismo, defiende la peruanidad de Olmedo. Olmedo es peruano como Napoleón francés. Olmedo es peruano porque nació en territorio del Perú, porque fue diputado en el Congreso del Perú, porque a nombre del Perú saludó a Bolívar en memorable ocasión, porque en el Perú y para el Perú fue la más ardua y honda de sus obras poéticas. Y los peruanos debemos defenderle porque él constituye una de las más brillantes y claras glorias de nuestra política y de nuestra literatura. Y don Ventura no lo cita. Y hace historia. Y dogmatiza. Que su cofradía se lo tenga en cuenta.
Precisa perdonar al autor de “La Literatura Peruana” el que compare Lima con Versalles y a Micaela Villegas con la Pompadour. Precisa perdonarle que al “guá, que lisura”, perfectamente cursi, dulzón y fingido, lo llame “adorable de gracia y picardía”.
Y pasemos a la República. Ya desde Flora Tristán se notaba en Lima lo que Paul Groussac constató más tarde: la superioridad de la mujer con respecto al hombre. De ahí que el romanticismo careciese aquí de lo que el mismo García Calderón llama” continuidad en el delirio, sincera correlación de vida y obra”. Eso no podía existir, porque en el Perú nunca ha habido sinceridad. Moda fue el romanticismo, como otrora lo fuera el gongorismo. La superioridad de la mujer volvió a nuestros poetas llorones y no elegiacos. Les dio de Jeremías y de Boabdil, nunca de Byron y Espronceda. Es que aquí la virilidad reside en la mujer; y el romanticismo es virilidad lírica y no añagaza ecolálica de sentimentalidades claudicantes.
Por eso, aquí, muerto el romanticismo –que fue moda–, no ha quedado sino un cínico desparpajo de hombres incapaces de amor y sacrificio. En otras partes donde hay grandes almas, el romanticismo es eterno, porque él es la ternura, la pasión, la generosidad, el arrojo. Y todo esto no lo nota don Ventura: percibe vagamente que aquí el romanticismo fue fracaso y no sabe por qué. Pues por eso: porque no hay romanticismo donde no hay profundidad; porque el romanticismo no es barquichuelo de papel bogante en tazas de agua, sino buque fantasma suelto en vagancia sobre enormes océanos incógnitos; porque el romanticismo es cosa de hombres, y en la isla de San Balandrán que es el Perú no puede existir sino la degeneración del romántico, que es la mujer meliflua, sensiblera y loca por vivir en novela. Apunto estas ideas para que el señor don Ventura las use, si quiere, en su próximo libro.
Y, entre paréntesis, quisiera saber que Bécquer es ese que influyó a nuestros románticos el año 1830. Gustavo Adolfo no puede ser, que, según entiendo, este poeta nació en 1837.
Extráñanse de que en el Perú tengamos la bancarrota política, cuando en políticos acabaron nuestros mejores ingenios; es extrañarse de que los niños salgan tontos Cuando mujeres son las que les educan: en el Perú la literatura nunca fue sino un medio. Los que la hacían y los que la hacen carecieron siempre de honradez y de limpieza de corazón. Era imposible investir de perfección política y social a un pueblo donde los directores de ideas fueron siempre arribistas e inescrupulosos. Todo esto no obsta para que a don Ventura le llame profundamente la atención nuestro fracaso político.
Luego, el desfile de románticos, una caterva melenuda y quejumbrosa, sin una reciedumbre, sin un gesto fuerte, sin un amplio ademán. Y el señor García Calderón quema el orobías del más cálido fervor en aras de ese aglutinamiento de poetastros gemidores. Y no cita nombres como el de Manuel Castillo, ese arequipeño cuyas odas al Paraguay y al Dos de Mayo significan el más encumbrado alarde de hombría en medio de la fofa y descarnada contextura de nuestro romanticismo.
Paso al catálogo.
Se marca la hora de transición. No aparecen Samuel Velarde y Renato Morales, esos dos faros ebrios de pura lírica.
En ese campoamoriano Samuel Velarde, halló auspicioso refugio la clara vena del maestro de todas las ironías. Sobrio y pulcro en la forma, nada conoció él de los desmelenamientos románticos, y cada uno de sus versos tiene la castidad joyante de la crisálida en el instante mismo de la metamorfosis. Renato Morales supo, antes que todos sus contemporáneos del Perú, las primeras solicitaciones del movimiento que encabezó en América Rubén Darío. Y cuando aún Chocano se envanecía de sus arrestos de romántico y enarbolaba los airones de un verbo hinchado y crespo, ya Renato Morales amaba por sí misma virtuosa música de la palabra y era preconizados de la síntesis fulgente e irremplazable que en “Los Trofeos” tiene definitivos crisoles de gloria .
El señor García Calderón olvida a estos dos peruanos; y en medio de esos olvidos surge la diatriba contra los pobres románticos que cantaban a la Patria y a la bandera. ¿Por qué? La patria decadente y bizantina que es el Perú de hoy, ya no inspira esos arrebatos que sintieran otrora en nobles días de prosperidad nuestros mejores románticos. La Patria, idea cenital –que diría Víctor Andrés Belaunde– ha palpitado siempre en el fondo de todos los verbos de todas las épocas. Y no sólo la Patria. Hasta la política como instantánea manifestación de la patria. Sin llegar a Homero, habrá que recordarle al señor García Calderón ese panfletario que fue don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas. Luego, Carducci, Quintana, Rudyard Kipling y D’Annunzio, justifican y enaltecen los fueros de la poesía civil. Entre nosotros, Chocano –el más grande– cultiva aún las glorías de la tierra y de la tradición y las lleva a la rotunda magnificencia polifónica de sus mejores versos. El mismo González Prada canta el novísimo aspecto de la patria: la anarquía. Y, ya en prosa, este maestro hizo sonar sus bronces cada vez que se encontró con cosas de la tierra. Pero Chocano y Prada son los escritores de lo que debió ser un gran pueblo, y nada tienen que ver con esta nacioncilla, que apenas es digna de la entomología. De tal pueblo es hijo don Ventura, y no es raro que le dé risa ver a poetas cantores de la patria. Estamos en el tiempo de los escritores que se adormilan entre los trabajos de laboriosas digestiones y que, pagados por el gobierno, se ocupan en desovillar vulgares malabarismos. Ya pasó la época en que nuestros poetas y nuestros pensadores eran hombres de barricada y de guerrilla.
Después de haber contemplado tan desgraciadamente los aspectos sicológicos y sociales de nuestra literatura, el señor García Calderón aborda la época presente. Nada o casi nada nos dice de la época en que transicionamos del romanticismo a la audacia del arte moderno. No cita a Teobaldo Elías Corpancho, el último romántico de aquella grey destemplada en lamentaciones y fecunda en pelos. No cita a Domingo Martínez Luján, ese mulato insigne, ejemplar extraviado de un arte superior, literato de fina sangre eugénica, y que, en la sátira, en el libelo, en la crónica, en la crítica, en el madrigal y en la oda, escondió siempre ricos e imprevistos tesoros de nerviosismo y de mentalidad. Y fue Martínez Luján quien primero, y lleno de briosa inteligencia, rompió con el romanticismo. Fue Martínez Luján el que trajo –cuando aún eran impresentidas las alas de Chocano– el atrevimiento del arte personal, el fervor por la originalidad, el cariño al punto de vista propio, el deseo de enriquecer el léxico, el amor a la palabra que cada uno –dentro de ciertas relatividades se sobreentiende– juzga y usa como quiere. No cita a Julio Santiago Hernández –político, periodista y sabio en verbales orfebrerías, y que dio a nuestra prensa sentido hidalgo de gramática y sindéresis. Y si Hernández pertenece, porque ya murió, al pasado, Luján tiene, vivo aún como está, al doble aspecto de su papel histórico y de su actuación presente: hoy, casi atrofiado e imbécil, gracias al alcohol –dulce enemigo a quien conozco tanto–, aún derrama en tabernas y esquinas los relieves de su antiguo aticismo, y, anulado cual se halla, vale muchísimo más que el laureado señor Gálvez.
En el último capítulo de su obra, don Ventura trata de los que son –y cuenta que si don Ventura se lo calla nadie lo sabría– las tres más altas figuras de la historia literaria del Perú: Manuel González Prada, José Santos Chocano y Ricardo Palma. Empieza el señor Ventura por decir que Prada nació el 44, Chocano el 75 y Palma el 35. Mentira don Ventura: Prada nació el 48, Chocano el 79 y Palma el 33. ¿No recuerda el señor García Calderón esos versos de Chocano:
“Cuando nací, la guerra
llegaba hasta la sierra
más alta de mi tierra”
y no ve en ellos un claro dato biográfico? Porque, después de todo, nuestra guerra anterior a la del Pacífico fue la del 66, la del Dos de Mayo, y esa no llegó hasta la sierra más alta de nuestra tierra.
Soy de los que creen que con respecto a la personalidad de Ricardo Palma ya se ha dicho todo y que muy avisado y zahorí ha de ser quien nuevo decir intentare, si al buscarle nuevo también le busca cierto y bueno. Ricardo Palma está virtualmente muerto. Pertenece a la historia. Y ya su historia está hecha. Sin embargo, don Ventura arriesga a propósito de la personalidad del tradicionista algo relativamente nuevo; y, como es natural, se equivoca. Dice que Palma representa el fin del romanticismo y la iniciación de orientaciones flamantes. Pero no atisba don Ventura que la tradición no es sino hija de la novela romántica, de esa que diversamente cultivaron el de ““Los Tres Mosqueteros” y el de “Ivanhoe”, y que después, y también haciendo tradiciones, amó ese fantaseador genial y presuntuoso de “El Cocinero de Su Majestad” y de “Las cuatro barras de sangre”. Y la tradición de Ricardo Palma –tradición también hicieron Benito Pérez Galeos y Juan Vicente Camacho– es la hija legítima –y donairosísima por cierto– de esa novela que un día se llamó histórica y que es sólo la expresión genuina de la modalidad romántica. De modo, pues, que el señor García Calderón disparata cuando afirma que la aparición de Palma implica la ida del romanticismo. Por lo demás, el valor de Ricardo Palma no lo discute nadie, por mucho que sea menester depurarlo dentro de un criterio al par que admirativo justiciero.
Tampoco será por el señor García Calderón que conozcamos nada nuevo de Chocano. ¿Qué es gran poeta, cantor de las Américas e influenciado por Heredia y acaso por Leconte de Lisie? Pues para decirlo, se reúne uno con cuatro amigos horteras ante los que se pueda pontificar, y no se publica libros que, para desdicha de los autores, suelen caer en manos de quienes no son horteras.
Y veamos a don Ventura juzgando a González Prada, “el menos peruano de nuestros escritores”, según dice el mismo señor García Calderón.
Prada no es ni más ni menos peruano. Sencillamente no es peruano. Es un gran escritor de Francia, de Alemania, de Escandinavia, desrumbado en tierras de Castilla. Es nuestra primera figura, nuestra única gran figura, porque tuvimos la honra de que en suelo nuestro naciera, no porque nosotros le hayamos dado algo de nuestra alma, ni él haya heredado algo a nosotros parecido, ni nosotros hayamos sido capaces de tomar un destello de su espíritu magnífico. Por la ineludible sugestión del medio, Prada hubo de hablar de nosotros; pero ¡cómo habló! Hasta un extranjero que no conoce el Perú y que no está obligado a ser exacto y verídicamente original tratando del Perú –he nombrado a Rufino Blanco Bombona– sabe del no peruanismo de González Prada. Y ahora don Ventura quiere contarnos novedades.
Y cuida si juzgando a Prada se puede decir mucho no dicho ni por otros urdido. A este gigante olvidado aún no se le conoce. Él nada tiene que ver con nuestra literatura, ni nada nos ha enseñado, ni nada hemos aprendido de su musa y de su prosa. Como que si algo le hubiéramos aprendido, no estaríamos viviendo en pleno Bajo Imperio. Cuando Prada escribió ni tuvo propósitos novadores ni innovó nada. No porque su palabra no era nueva, sino porque para nosotros era antipódica. Quizás dentro de cincuenta años, Prada empiece a innovar para el Perú. Se puede otorgar que haya innovado en toda la literatura hispanoamericana, aunque nada tiene de americano o de español; pero es absurdo pensar que tenga que ver algo con el Perú. Concibo yo a Gladstone reformando novadoramente las formas políticas del África Central, pero no concibo a González Prada enseñando arte puro y original a los peruanos. Mejor es, pues, que coloquemos a Prada al margen de nuestra cochinería, y le consideremos en nuestra historia literaria sólo por el hecho de su nacimiento.
Federico More
(Segunda parte)
Don Manuel González Prada, “ese gallardo animal de presa”, solo y formidable en la vida y el porvenir de América, no necesitaba, después del arduo, profundo y fulgente juicio de Blanco Bombona, que el señor García Calderón le arrojase quince vulgaridades a la cara. Decir como ya hace once años lo dijo el señor doctor don José de la Riva Agüero que Prada imita a Luis Menard, es decir injusticias. Cuarenta y un años tenía González Prada cuando leyó a Menard y ya había escrito buena parte de” Páginas Libres” y quizás de “Minúsculas”. Don Manuel no reconoce más maestros que Quevedo, Gauthier y Espronceda ; prescindiendo de esto, no se ve la similitud entre Menard y Prada.
Acorde pues con el señor García Calderón en el no peruanismo de González Prada, he de detractarle en muchos puntos. Coincidiendo con Bombona con qué gran escritor no coincidedice don Ventura que mientras “Minúsculas” es joya de subida valuación, “Exóticas” no pasa de ser un tratado de métrica, como ejemplos. ¿Se da el señor García Calderón cuenta de lo que dice? A Blanco Bombona –siguiera porque en “Pequeña Opera Lírica” probó cualidades de gran poetase le puede exculpar de extravíos, pero a don Ventura, que hasta hoy nada ha probado, nada se le puede perdonar. Un libro que, como “Exóticas”, tiene composiciones de la excelencia de “Los caballos blancos”, “Los cuervos”, “Prelusión”, los ritmos “ternarios” de la página 38 y muchas otras, es un libro inmortal, tan inmortal como “Minúsculas”, que, no obstante su infinita delicadeza, me gusta menos que “Exóticas”.
“Exóticas” es a la literatura castellana lo que “La clave bien afinada” de Juan Sebastián Bach a la música: la muestra de una alta inspiración encauzada dentro de un ritmo perfecto, y tersa e impasiblemente olímpica. La serie de reformadores se establece así: Pinciano, Juan de la Encina, Luzán, Masdeu, Sinibaldo de Mas, González Prada. Esa es la alta composición del verso. Muerta la doctrina de que la armonía era ciencia y la melodía inspiración, sentado que la calidad de Wagner es netamente melódica pese al odio que Strauss tiene a la melodía, establecido que la armonía no es sino la forma técnica de ordenar los vuelos de la melodía, y proclamado por Camilla Mauclair el valor, puro y preciso, de la palabra como expresión musical, el polirritmo Gonzales pradesco es la última forma de la ciencia de hacer versos. Es una violenta y genial sustitución de métodos. Los polirritmos son música, son armonía, son pautas ordenadas bajo el compás de los acentos. Son la, alas de Pegaso sujetas al inflexible yugo luminoso de los dictados de Minerva.
Al Prada prosista, pensador propagandista, no se le puede juzgar en cuatro líneas; don Ventura ni le percibe, ni se da cuenta de lo que vale. Dice lo que ya hemos dicho todos. Apenas acierta cuando afirma que en eel medio, y esto es viejo.
Yo, que siempre esperé que la justicia llegase para la grande y olvidada maravilla que hay en la vida y en la obra de Gonzáles Prada; yo que, como único orgullo de mi vida literaria, he tenido siempre el de mi profunda reverencia para don Manuel en nombre de cuya grandeza y apostolar impolutez romperé “pueblo cuando no lanzas”, yo agradezco a García Calderón que haya dicho una palabra en el concierto de homenajes que América inicia hacia González Prada. Ya el gobierno del Perú y toda la literatura de América se han unido en la pleitesía que el maestro merece, y todo el que tenga una pluma y un ensueño debe presentarse a reparar los treinta años de intriga, infamia y calumnia que han rodeado esa vida y esa obra incomparables del jefe que hoy, ya viejo, siempre debe consolarse viendo que toda una juventud vuelve hacia él las pupilas filiales y comprensivas.
Pero nunca diga el señor don Ventura que él ha visto a don Manuel haciendo compungidas carantoñas para encubrir el desborde de imperiosas lágrimas. Yo sé que eso es ridículo y estúpido. Lucidos estaríamos viendo a González Prada haciendo pucheritos. Tamaña hombría, tamaña serenidad, tamaño orgullo acabando en lágrimas ante don Ventura García Calderón. ¡Habrase visto!
Y tampoco diga don Ventura que don Manuel, mayor de setenta años –que no lo es–, ya no producirá nada: y no lo diga si, a renglón seguido, va a improvisar loas a la juventud y lozanía del maestro. Es tan fácil percibir la contradicción y ahorrársela.
Pero don Ventura no se critica, y, por eso, al tratar de Ricardo Palma, dice que trajo el ingenio de Francia y de Anatole France, y, dos párrafos más allá, que representa la gracia española. Piense don Ventura en la posibilidad de semejante contubernio. Además, no es probable que Palma, cuando escribió sus tradiciones, conociese a France, quien también hacía palotes y no era padre ni de “Los pozos de Santa Clara” ni de “La Isla de los Pinguinos” ni de sus otras obras maestras de irmia.Y creo que no se pretenderá decirnos que el ingenio de Palma es precursor y guía del de France.
Y vamos a la generación presente.
No es Francisco García Calderón el primer escritor, no es Riva Agüero el que le sigue. Aquél es un vulgarizado docente de ideas circulantes; éste es un buscador hábil de gran biblioteca. Ninguno de los dos tiene originalidad, inquietud, don de sugerencia. Ninguno de los dos es dueño de la virtud suprema de un estilo milagroso. Ninguno de los dos es capaz de atumultar ideas y sensaciones en un cerebro fuerte. Ninguno de los dos conduce a la admiración. Se les aprecia.
José Gálvez, Luis Fernán Cisneros, Leonidas Yerovi. Así no se enfila a las gentes. Yerovi es genial, Cisneros encumbrado, y Gálvez una medianía con marca de fábrica. Con la marca de fábrica de un periódico necesitado de servidumbre. Plagió a Villaespesa, a Jiménez, a Darío; escribió epitalamios cortesanos; explotó al pueblo en horas de patriotismo convencional. El mismo García Calderón dice que es un romántico que da vueltas a su noria. Yo no quiero decir cuál es el ser que da vueltas a la noria. ¿Por qué querer galvanizar a ese cadáver que un momento pareció iluminado bajo el mentido reflejo de una flor natural de similor? ¿Por qué involucrarle con Cisneros y Yerovi? García Calderón le lapida y le encumbra. García Calderón no tiene fibra para decir lo que, sin querer, insinúa. ¿Ya ve el señor García Calderón que el champaña del Club Nacional y la justicia literaria son incompatibles? García Calderón no ha leído bien a Ureta, ese gran lírico de verdad, tan sincero como afectado en el señor Gálvez, tan original como el señor Gálvez, es imitador.
Si el señor García Calderón conociera –que ni siquiera les cita– a Renato Morales de Rivera y a Percy Gibson, sabría quiénes son grandes poetas, honra de la raza.
Y olvida a éstos, para decir a José María de la Jara y Ureta,”gran escritor de silueta agarena”, que es como decir: Emilio Cautelar, gran orador que se lavaba con jabón de Reuter. Nada tienen que ver silueta y talento, como nada jabón y verbo tribunicio.
Y olvida a Francisco Mostajo, rebelde, representativo de un pueblo hirviente de ideales truncos; a López Albújar, diazmironiano pleno de efusiones; a Juan Manuel Osorio, cuentero lleno de sutiles requiebros de observación y estilo; a Augusto Aguirre Morales, novelista, poeta en juncalísima prosa constelada de amor, de lucha y de pena; a José Gabriel Cossío, prosador enamorado del viejo verbo castigado y rico de los padres de la Lengua; a Luis Valcárcel, polígrafo inquieto y solicitado por mil hondos pensamientos diversos; a Ángel Vega Enríquez, ensayista abundoso y candente como hierro fundido en altos hornos. Y esta es la juventud que en provincias levanta la bandera de algo que no es el modernismo como don Ventura cree, sino anhelo intelectual, desinteresado y sobrio.
Tampoco cita don Ventura a Clorinda Matto de Turner, soberbio espécimen femenino de lucha, de verdad y de calor de espíritu.
Tampoco cita a Federico Elguera, profundo y ático continuador de la genealogía de satíricos que empezó en Caviedes y, hasta hoy, parece concluir –broche de oro– en ese estupendo y holgazán Yerovi.
Tampoco cita a Andrés Avelino Aramburú, literato, periodista, viejo condal y florentísimo que ha dado a nuestros diarios gentiles formas de decir elegante.
Y se olvida de José María Eguren, nebulosa preñada de luces que sólo ciertos telescopios saben descubrir.
Y dedica dos líneas a Enrique Bustamante y Ballivián, poeta insigne, artista sumo, padre de esos “Elogios” donde desfila toda la pintura galante, mística y hereje de muchos siglos; padre de “Arias de Silencio”, ese florilegio que Rodembach inspiró en hora mirácula de anunciaciones.
Y llama incipiente a Abraham Valdelomar. Incipiente al que ha escrito “El caballero Carmelo”, cuento que don Ventura no hará jamás, cuento que es orientación de nuestra literatura de mañana; cuento donde vivimos nuestra vida, la de nuestras costas llenas de sol, de mar y de sencillez; cuento hermosísimo por el calor humano de su verbo y la técnica de su expresión artística.
Y es tan injusto don Ventura y tan ignorante, que llega a decir que el señor don Julio Alfonso Hernández se inicia. Error, don Ventura: el señor Hernández no se inicia, no sea usted injusto, el señor Hernández ya concluyó.
Y se olvida don Ventura de Florentino Alcorta, ese compósito del alma aristosa de Rochefort, del verbo sombrío de Drumont, del empuje bilioso y perverso de Bonafoux – de Alcorta, ese panfletario digno de inmortalizarse en letrillas.
Y en cambio nos endiosa a don Antonio G. Garland mi estimable conocido, pero en quien no veo mayores excelencias literarias. Apelo a la maligna veracidad del mismo Alcorta.
Y si lo que quiso don Ventura fue elogiar a un joven, ¿qué le impidió citar a Félix del Valle, muchacho calavera por mil conceptos superior al señor Garland.
ENVÍO
Señor don Ventura García Calderón Rey.
Usted no conoce nuestra literatura; usted ha copiado de todo el mundo; usted va de equivocación en equivocación; usted no sabe nada del Perú; usted no posee originalidad ni estilo; usted no tiene sino el bastardo matiz parisino; usted no debe desprestigiamos ante el extranjero. Yo le ruego que haga usted desnudas y dolorosas...vaciedades y que, frívolamente, se entienda con libros franceses. Y déjenos tranquilos, que ya nosotros solos daremos honra a nuestra pobre patria que únicamente cuenta con nuestra humildad de combatientes bien intencionados.
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